El poder de la empatía

Está comprobado: las crisis se superan más rápidamente cuando se comparten que cuando se guardan celosamente en nuestro interior. Quien tiene la posibilidad de expresar sus miedos, necesidades, inquietudes o deseos a otra persona, logra salir más rápidamente de ese estado de inquetud que quien no lo hace. Sin embargo, es bueno saber a quién, en dónde y cuándo expresar lo que se siente. Un dolor compartido duele menos. Pero entender a la gente representa un verdadero reto por la gran variedad de creencias, valores, hábitos y costumbres que todos tenemos; por las diferentes carencias y por la gran veriedad de sueños y anhelos que se guardan profundamente en el corazón.
Lo mismo sucede con los momentos felices. Difíclmente se valoran y se perciben igual cuando estamos solos que acompañados. Es por esa misma razón que cuando vemos algo que nos soprende deseamos que la gente que amamos lo vea también. Si no están a nuestro lado, hacemos uso de la tecnología tomando la fotografía de ese momento que tanto nos conmovió.


No todos tenemos la capacidad de entender a los demás y eso me recuerda un cuento que hace tiempo me compartieron. Desconozco el autor.

En un país lejano, un príncipe perdió la razón y creyó que era un pavo. Vivía bajo una mesa completamente desnudo y se alimentaba de granos al igual que cualquier ave. Rehusaba comer los ricos manjares del palacio y convivir con los demás miembros de la corte. Su padre, el rey, que estaba afligido, preocupado por la situación de su hijo, hizo traer al reino a los mejores y más afamados especialistas en todos los ramos de la curación: médicos, magos, curanderos, hacedores de milagros, pero todos fracasaron. El príncipe continuaba graznando, comiendo y viviendo bajo la mesa.

Un día, un sabio desconocido se presentó ante el rey afirmando que él podía curar al príncipe, su propuesta fue aceptada y lo condujeron al sitio donde se encontraba el joven. Ante la sorpresa de todos se desvistió, se metió debajo de la mesa junto a él y cloqueó unos minutos.

El joven lo miró azorado y desconfiado le preguntó ¿Quién eres tú? ¿Qué estás haciendo aquí? -Mejor dime, dijo el hombre-, ¿Qué es lo que tú haces debajo de la mesa? -¿Cómo me preguntas eso?¿qué no lo ves? ¡soy un pavo¡ -¡ah! ¿qué no te das cuenta? Yo soy un pavo igual que tú- contestó el sanador. En ese momento los dos hombres se hicieron amigos. Así, aquel desconocido comenzó el trabajo de readaptación del príncipe; su primer paso ¿sabe cuál fue? ponerse su camisa. El enfermo, desconcertado, le preguntó: ¿Acaso estás loco?¿olvidas quién eres? No me digas que te gusta ser humano. Por favor -respondió-, no creas que un pavo que se viste como hombre deja de ser pavo. Ponte una camisa y lo comprobarás.


Al día siguiente hizo traer alimentos de la cocina real y se dispuso a desayunar. El príncipe, perplejo y molesto, protestó: ¿Qué estás haciendo?¿Acaso vas a alimentarte y sentarte en la mesa como cualquier hombre? mira, amigo pavo –respondió-, no creas que al comer como hombre, o con ellos y en una misma mesa, un pavo deja de ser lo que es. Date cuenta, no es peligroso para un pavo comportarse como un humano. Puedes entrar a su mundo, hacer todo lo que ellos hacen y permanecer siempre pavo.

El príncipe, convencido por las palabras del extraño, se vistió y sin protestar, fue retomada su vida de príncipe.

El mejor camino, la única fórmula efectiva comprobada para poder ayudar a otra persona, es ponerse en su lugar, penetrar en su vida mental, en su mundo interior, con respeto absoluto de sus valores, ideas, costumbres y decisiones que haya podido tomar. Entender su punto de vista imaginando o haciendo hasta lo imposible por sentir lo que la otra persona puede estar sintiendo. A esto se le llama empatía. Esa capacidad de hacer sentir a la otra persona que su dolor me duele, su alegría me alegra.

Dar conferencias a jóvenes me ha ayudado a detectar la gran carencia afectiva que existe en muchos de ellos al no sentirse comprendidos. El lamento constante de creer y afirmar que sus padres están en otra frecuencia, en otro mundo y, por lo tanto, no los entienden, lo cual los lleva a buscar ser entendidos o guiados por personas diferentes, situación que muchas veces causa conflictos que se lamentan por mucho tiempo.


Aplicar la empatía es ponerme en sus zapatos, intentar de ver con sus ojos e intentar percibir las circunstancias de la misma manera que lo haría esa persona que queremos comprender.

La gente está cansada de que le digamos qué es lo que tiene qué hacer, porque muchas veces en el fondo de su corazón lo sabe; el deseo de ser comprendido es fundamental para el desarrollo de la autoestima.

Buen propósito sería escuchar sin juzgar; hablar sin sermonear; amar sin condición y, sobre todo, tener la firme convicción de hacer sentir a la gente comprendida. Eso es empatía.

¡Ánimo!

Hasta la próxima.

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